Kill List
Título original: Kill List
País y año: Reino Unido, 2011
Dirección: Ben Wheatley
Intérpretes: Neil Maskell, MyAnna Buring, Michael Smiley
Guión: Ben Wheatley, Amy JumpKill List tiene la más que merecida reputación de ser una película inclasificable: ¿nos encontramos ante una nueva muestra de folk horror británico? ¿Se trata de drama familiar contado en clave de thriller? ¿O es una película de terror puro y duro? Se ha hablado de sus escenas ultraviolentas, la huida de algunos espectadores desprevenidos durante su proyección o el impacto que ha causado incluso en los fans más acérrimos del cine extremo.
Lo cierto es que hay un tipo de películas que uno se decide a ver simplemente por la polémica que han causado, y Kill List, al igual que Martyrs o Irréversible, se beneficia de esa publicidad gratuita que es la controversia. Pero también se dan contadas ocasiones en las que el morbo viene acompañado de una buena película. Kill List es una experiencia tan única y extraña que la polémica que la rodea acaba por convertirse en simple anécdota.
La película comienza como un típico drama costumbrista británico que se podría comparar a la vertiente más oscura del cine del Mike Leigh. Las primeras escenas nos muestran las broncas domésticas entre Jay y Shel, un matrimonio con problemas económicos que parece incapaz de tener cinco minutos de paz, incluso ante la presencia de su hijo de siete años. Una noche invitan a cenar a Gal, un viejo amigo de la pareja, motivo que este aprovecha para presentar a su nueva novia. Ya en la mesa, la imposibilidad de mantener las apariencias entre Jay y Shel se hace evidente en una conversación de una tensión insoportable, que acaba estallando en gritos y platos volando por los aires. La violencia es palpable, y el realismo tan impactante como en el más logrado drama del movimiento kitchen sink británico. Tras esta intensísima escena, el director Ben Wheatley ya nos tiene agarrados por el cuello. Y poco tardará en asestar el siguiente golpe.
Gal aprovecha un momento a solas con Jay para ofrecerle un trabajo que le sacará de sus penurias económicas. Ambos son exsoldados dedicados al negocio de los asesinatos a sueldo, con un pasado violento que prefieren no recordar. Pero Jay sabe que es hora de olvidarse de antiguos traumas y de volver a ponerse el "uniforme" si quiere que su vida vuelva a la normalidad. Tras ponerse en contacto con los nuevos clientes y a pesar de constatar que todo lo que rodea al nuevo encargo parece incluso más turbio de lo habitual, Jay y Gal se disponen a cumplir de forma profesional y liquidar a las personas que aparecen en su nueva lista.
Hasta este momento, la película consigue provocar de forma muy sutil un malestar constante, como si anticipáramos la presencia de una amenaza que todavía desconocemos. Aunque es obvio que en algún momento las cosas se van a torcer de verdad, desde el principio se experimenta un terror difícil de describir, no como el que nos encontramos en una película de género, sino mucho más real. Wheatley consigue crear una atmósfera aterradora que provoca un miedo muy difícil de describir, una aprensión irracional ante algo que todavía no hemos visto: algo así como ese miedo claustrofóbico que Kubrick plasmó en El Resplandor. Y lo logra no sólo introduciendo elementos inquietantes como una banda sonora de lo más atípica, o un montaje que salta de intensas escenas dramáticas a otras que parecen (en principio) insustanciales, o dejando la pantalla en negro por segundos; también lo consigue a través del realismo con el que están elaborados los personajes y la negatividad extrema que exhibe su protagonista principal.
A partir del momento en el que Jay y Gal se ponen manos a la obra, esta amenaza va tomando forma, va creciendo poco a poco, pero sin que aún sepamos qué es exactamente. La violencia (sin paliativos, brutal) irrumpe en la historia, desencadenando más violencia y provocando el descenso a los infiernos de Jay, que se deja llevar cada vez más por sus instintos asesinos. El inesperado, bizarro y espectacular final no hará más que aumentar la sensación de desolación e impotencia que impregna el resto de la película.
